El Convento Casa Grande de San Francisco de Sevilla era el más grande de la ciudad desde el año 1.268 en que fue construido. Abarcaba una enorme cantidad de terreno, comprendiendo la actual Plaza Nueva y delimitado por la calles Albareda, Carlos Cañal, Zaragoza y Joaquín Guichot. En el solar se alzaba la Iglesia, de grandes proporciones, diversas capillas (hasta cuarenta), varios claustros, biblioteca, hospital, botica, hospedería, cementerio, fuentes, jardines, cuadras y diversas construcciones auxiliares.
A lo largo de los años sufrió frecuentes riadas y graves incendios (años 1.527, 1.658 y 1.716), de los que se pudo sobreponer. Lo que ya no pudo soportar fue la ocupación francesa, en 1.810, que terminó con un nuevo y gravísimo incendio. La puntilla la puso, en 1.835, la desamortización de Mendizábal, que suprimió las órdenes religiosas y decretó el embargo de sus bienes, que acabaron dispersados, perdiéndose en gran parte.
Los edificios del Convento fueron derruidos en 1.840; en la actualidad sólo se conserva el Arquillo del Ayuntamiento, que constituía el acceso al atrio del Convento, y la Capillade San Onofre o de las Ánimas, fundada en 1.520, y cuya misión principal era la de propiciar que se oficiasen misas por las ánimas del purgatorio, que se encuentra en un lateral de la Plaza Nueva, junto a la calle Barcelona.
La leyenda comienza cuando un caballero llamado Juan de Torres, de noble familia (que tuvo un palacio en la calle Torres, a la que daba nombre, paralela a la calle Feria), tras haber vivido de forma desordenada y pecaminosa, quiso purgar dichos pecados entrando de lego en el convento de San Francisco. Dedicado a la penitencia y a los más humildes trabajos, de noche gustaba rezar en la Capilla de San Onofre.
La noche del dos de noviembre, festividad de las Ánimas Benditas, mientras se encontraba entregado a la oración, vio entrar un fraile de su misma orden, que pasaba a la sacristía y volvía a salir al poco rato, vestido como para oficiar la misa. El fraile depositaba el cáliz en el altar, miraba hacia los bancos, daba un gran suspiro y, recogiendo el cáliz sin haber dicho la misa, se volvía a la sacristía de la que salía poco después, ya sin revestir, cruzando la iglesia y desapareciendo.
El hecho se repitió las dos noches siguientes, por lo que el lego comprendió que algo extraño sucedía. Buscó consejo en el Prior del Convento, el cual, sin más explicaciones, le dijo:
- Si vuelve a ocurrir lo mismo, acércate al fraile y ofrécete a ayudarle en la misa.
A la noche siguiente, se repitió el suceso, por lo que el hermano lego se acercó al fraile y le preguntó:
-¿Quiere su paternidad que le ayude a la misa?
El fraile le contestó con las primeras palabras de la Santa Misa, sólo que en vez de decir"Introibo ad altare Dei, ad deum qui laetificat juventutem meam" ("Me acercaré al altar de Dios, el dios que alegra mi juventud") su voz se hizo más clara, para articular estas terribles palabras: "Introibo ad altare Dei, ad deum qui laetificat mortem meam" ("Me acercaré al altar de Dios, el dios que alegra mi muerte").
En este punto, el lego ya había comprendido que estaba frente a un aparecido, pero como había sido hombre de armas y conservaba su temple, continuó ayudando en la celebración de la misa al fantasma. Cuando terminó la celebración y el fraile se hubo despojado de sus ornamentos, se volvió al hermano lego y le dijo, hondamente emocionado:
-Gracias, hermano, por el gran favor que habéis hecho a mi alma. Yo era un fraile de este mismo convento, que por negligencia dejó de oficiar una misa de difuntos que me habían encargado, y habiéndome muerto sin cumplir aquella obligación, Dios me había condenado a permanecer en el purgatorio hasta que saldara mi deuda. Pero nadie hasta ahora me ha querido ayudar a decir la misa, aunque he estado viniendo a intentar hacerlo, durante todos los días de noviembre, cada año, por espacio de más de un siglo.
Y tras estas palabras el fraile desapareció para siempre.
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