FELIPE II DESPACHA EN EL ESCORIAL .
Felipe no quiere abandonar las riendas del Estado. Hasta el último momento cuidará de los más mínimos detalles, y cuando sus manos ya no tengan ni fuerza ni forma para escribir, hará firmar a su hijo no sin antes haber leído el texto por lo que faltase o por lo que sobrase.
Y aún va y viene de Madrid a El Escorial, de Madrid a Toledo. Y en Madrid pasa su último invierno cargado de dolores, de angustias y de miserias, creyendo todos que va a morir de un momento a otro. Todos menos él, que quiere morir en San Lorenzo. Y cuando, próximo ya el otro verano, empieza a hablar de marchar de nuevo, los médicos se lo prohíben y Cristóbal de Moura, de rodillas, le ruega que no lo haga.
Pero la voluntad de Felipe es lo único que lo mantiene en pie y el 30 de junio de 1598 emprende la marcha hacia El Escorial, más larga que ninguna, más penosa que todas juntas.
Siete días de camino en el interior de una silla de manos, creyendo todos que va a morir a cada paso.
El 6 de julio llegaron al monasterio. Felipe se sintió mejor y el día de santa Magdalena quiso que lo llevaran a ver todos los rincones de su monasterio. Felipe, el arrepentido, escogió el día de la santa arrepentida para despedirse de aquellos lugares tan queridos.
Como siempre que se cansaba, por la noche tuvo fiebre; pero esta vez aquella fiebre significaba el comienzo del trance final. Y en su lecho de muerte daría comienzo —entre otros muchos recuentos— al recuento de sus enfermedades.
La muerte de Felipe II fue terrible. Fiebres intermitentes le afligieron sin descanso. El, que siempre había sido tan limpio, se podría en su cama. Las llagas invadieron su cuerpo y llegó un momento en que ya no pudo cambiar de postura. La limpieza de las llagas era cada vez más difícil y dolorosa para el enfermo, que llegó a exclamar: "¡Protesto que moriré en el tormento y dígolo para que se entienda!".
Algunos autores afirma que esta inmovilidad acentuó la podredumbre de las heridas, incluso Robert Watson asegura que la materia de las úlceras de Felipe II era tan purulenta y nauseabunda que llegó a criar gusanos.
Hoy día no se descarta la posibilidad de que, efectivamente, una mosca pudiera haber depositado sus huevos entre la repugnante mezcla de pus y excrementos que envolvían al Rey Prudente.
"A los treinta y cinco días de cama trataron de administrarle un caldo de ave con azúcar, que le produjo intolerables cámaras, para cuya evacuación, no pudiendo fácilmente servirse de los vasos de la cama por su inmovilidad, por más que se practicaron aberturas en el colchón, no era fácil limpiar por completo la yacija y tenía que moverle con toallas torcidas, con gran cuidado, pero aún así no era fácil evitar el hedor y las inmundicias en que tenía que estar". El doctor Marañón cree que durante este tiempo, dado el estado de semi-inconsciencia del enfermo, pudo padecer anosmia, por lo que no percibiría el mal olor.
El cronista Sepúlveda cuenta que Felipe II mandó fabricar su ataúd con los restos de la quilla de un barco desguazado, cuya madera era incorrupta, y pidió que le enterrasen con un hábito de tela holandesa empapada en bálsamo. También dispuso que la caja de su ataúd fuera de cinc y que "se construyera bien apretada para evitar todo mal olor".
Por fin, en la madrugada del 12 al 13 de septiembre, entró en mortal paroxismo. Antes del amanecer volvió en sí y exclamó: "¡Ya es hora!". Le dieron entonces la cruz y los cirios con los que habían muerto doña Isabel de Portugal y el emperador Carlos.
Ya no volvió a pronunciar palabra alguna. Murió con la misma gravedad, seriedad, mesura y compostura que tanto guardó en vida. Tenía setenta y dos años de edad.
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